Los genios exísten. Si señores, exísten, aunque no son muchos. Si se pudiese identificar a todos no serían más de diez. Y es que algunos son genios a ojos de todos: Actores, humoristas, políticos, deportitas. En cambio, hay otros que son genios para ellos mismos y una pequeña fracción de su genialidad la invierten en ocultarse del mundo. Una pequeña fracción de su talento, eso les basta para escapar a los ojos de todos nosotros.
Esta es la historia de Samír Valló, un genio que sobresalió en el mundo veloz y globalizado en el que vivimos. Y no precisamente por adaptarse a él, sino por anteponer sus principios gracias al talento que se le concedió al nacer: El talento de amar. Porque Samír Valló es un genio que nadie nunca antes ha visto, un genio del amor, el verdadero opio del hombre.
...
Primero
Samír o Sami para lo amigos fué enviado a la tierra a inicios del siglo veinitiuno. Aterrizó en Lima, en el distrito del Rímac, en un barrio desde el cual se podía escuchar bramar al famoso río de la capital durante los meses de verano. Era hijo único. Sus padres Bruno y Selina, vivían con él. No eran adinerados pero se las arreglaban para vivir bien y para mantener en buena forma la casa de dos pisos que tenían, la segunda más alta del barrio.
Al llegar un hijo a la familia, esta se fortalece. No viene con un pan bajo el brazo pero si con una bolsa de amor escondida, que va repartiendo en cada sonrisa y en cada llanto como quien reparte caramelos. Con la familia de Samír esta creencia se mantuvo. Sus padres que hasta ese momento venían teniendo problemas por lo distinto de sus personalidades empezaron a dejar de pelear. Daba la impresión de que el amor por su hijo los había enamorado de nuevo. Podían quedarse los tres tirados en la cama por horas. Pensando en lo que vendría, compartiendo sus sueños sobre el futuro de Sami, sobre el gran hombre que sería y sobre lo mucho que velarían por verlo alcanzar sus metas. La familia estaba muy unida y Samír sin darse cuenta había comenzado a dar muestras de su poder, y había empezado nada menos que con su padres.
Cada persona que visitaba la casa de los Valló se quedaba anonadada con la armonía que sentían rodeando a esa familia. Dentro de aquellas paredes todo era perfecto: amabilidad, servicio y un buen humor que parecía robado de un templo budista (está comprobado que las personas que practican el budismo son las más felices del mundo). Sobre todo se quedaban pegados con el pequeño Sami. Cada risa, cada palabra mal pronciada, cada moco escurriendo de sus narices era festejado con vivas que poco más y eran alabanzas.
Por inercia el hogar de los Valló se fue convirtiendo en el punto central en cada celebración barrial. Las polladas, parrilladas, cuyadas y picaronadas se realizaban en su garaje. La gran mayoría eran profondo la operación de un familar de algún vecino enfermo. Todos concordaban en que esa casa antes abandonada, era ideal por su gran tamaño y por la generosidad de sus ocupantes. No sospechaban que el pequeño Sami expandía sus dominios.
Un evento que tuvo lugar en el quinto cumpleaños de Samír sobresale en esta historia. Se estaba dando una fiesta en el garaje de los Valló. La fiesta como cada año, hacía paralizar las actividades del barrio. Al momento de romper la piñata de Gokú que Bruno había escogido, el pequeño Sami desapareció. Los vecinos lo buscaron en toda la cuadra, incluso fueron hasta las costas del río -dos cuadras más abajo- pero nada, el niño no aparecía.
Marcelo, uno de los mejores amigos de Sami, recordó que solían encerrase en el último cuarto del segundo piso a jugar. Aprovechando la elasticidad que sus siete años le adjudicaban trepó por las afueras de la casa hasta el balcón del segundo piso. Mientras tanto la turba, encabezada por los padres de Sami, lo seguían tratando de subir por la escalera del primer piso que sólo dejaba avanzar a las personas una por una. Gigante fue la sopresa de Marcelo al descubrir detrás de la puerta a Samír abrazado fuertemente con su hermana menor Lea. Marcelo se puso rojo de celos y furia como Marte, y aprovechando su tamaño los separó de un tirón.
Leita lloraba por ver a su hermano en tal estado. Samír sólo miraba a Marcelo y sonreía, sabiéndolo su amigo. Esto sólo enfurecía más al pequeño Marce, que después de lanzarle todos los insultos que conocía lo empujó contra la pared y se puso en posición de darle un puñetazo. Como el cuarto quedaba al final de un pasillo y la puerta estaba abierta, Bruno observaba mientras corría hacia el cuarto, como Marcelito, el amigo de su hijo, se disponía a darle el brutal golpe que iba dirigido al rostro de su angelito.
Nadie sabe que pasó por la mente de Marcelo en esos segundos, ni él mismo. Tenía toda la intención de golpear a Samír por su atrevimiento, se había transformado en un sicario sin corazón. Ni siquiera los gritos de Bruno ni el llanto de Leita parecían llegar a sus oídos. Pero los ojos de Sami, esos ojos grandes y húmedos que lo miraban como alguien mira a su mejor amigo, esos ojos no sólo lo detuvieron, lo paralizaron, esos ojos de medusa, esos ojos que eran todo menos humanos.
Desde ese día Samír y Marcelo empezaron a llevarse mal. Y no pararon hasta convertirse en rivales. A veces por un partido de fútbol, a veces por el cariño de Leita. Sin embargo, lo que en verdad parecía ahora que eran menos amigos, era que habían formado un lazo aún más fuerte que el de antes. Porque ambos ganaron un enemigo íntimo ese día y todo lo que eso significa. Una persona que mediante retos te obliga a ser mejor, que te conoce tanto que logra hacer que te examines de adentro hacia fuera para preguntarte ¿Qué te falta? Y en el caso de Samír la pregunta que se haría hasta el final de sus dias ¿Qué te sobra?